domingo, 26 de abril de 2020

Las ropitas

 Las ropitas*




El camión pasó otra vez. Era el séptimo que contaba. Largos, todos de madera desgastada, la inscripción del SENASA atrás como sello oficial y el oloroso destello del excremento vertido sobre el piso de la jaula y del propio ganado. Allí iban, como cada noche de camino al matadero, las vacas que serían un jugoso churrasco como los que suele disfrutar con ensalada de lechuga y tomate, adobada con un brebaje que tiene enfrascado en una de las repisas de la cocina.

Miró ese último camión. Escuchó algunos mugidos que el viento le regaló a la distancia y no pudo distraer su mirada durante el tiempo en que tarda de cambiar un semáforo, del rojo al verde. Directas al mazazo en la cabeza.

Se levantó del banco estilo plaza que tiene adosado con cemento  a la vereda, al pie del plátano de sombra que lleva en ese sitio algo más de ciento cincuenta años, cuyas hojas adora mirar cuando están verdes y retira para decorar una gran mesa de vidrio cuando ya marrones son frágiles y se disuelven fácilmente entre sus manos. Cuando despunta la primavera retira algunos de los frutos para dárselos a Wonder para que juegue; casi al llegar el otoño, los irá retirando por las alergias que suele provocar a su sistema respiratorio, como si las simples pelotitas marrones dieran un mayor agite a sus pulmones hartos ya de resistir los embates de los dos paquetes de cigarrillos diarios. Sus dedos, índice y mayor izquierdos, amarillentos por su marcado impulso a fumar podrían confundirse con una clásica fotografía en sepia de comienzos del siglo XX. 

Enderezó su cuerpo semiencorvado por una permanente mala posición, se estiró como suele repetirse Wonder cada mañana al escuchar el radio despertador que activa una AM de noticias al compás, casi siempre, de un ritmo latino o una marcada milonga. Miró hacia arriba, las ropitas estaban colgadas. El árbol aún las confundía entre sus hojas, pero resaltaban aunque una noche de nubes lo ensombreciera todo. Respiró profundo, se agitó, no más que el día anterior ni menos que el siguiente día. Miró alejarse al camión, respiró como para recordarse aquellos días en el campo, en la chacra de su abuelo, y comenzó a hablar para sí mismo en una constante, nombrando vacas y vestidos, ángeles… tienen suerte de ir al matadero. Yo me quedo acá, sonante, escuchando mi palpitar y mis silencios, sin amigos que rescaten una perla como obsequio. Hay mares donde naufragar y no hay mares donde bucear. No hay arrecifes de corales en los que pueda bañarme un rato. No hay salidas donde escapar. Están ahí. ¡Están ahí! ¿Están ahí? ¿¡Estánnn ahíiii!? Podría irme en un mazazo, pero otra vez mazazos. Los mazazos ya los di. Los vestiditos… Las vaquitas… Siguió respirando con marcado ritmo. Se mordía los labios, se los mojaba pasándose la lengua, se tocaba la nariz tapando los orificios, pero solo unos segundos. Luego se repetía en su letanía y se perdía mirando arriba.

Diez años atrás había salido a dar una vuelta por el barrio. Se había encontrado con alguno de sus amigos para beber unos tragos. Esa noche se quedó más tiempo. Tomaron cervezas, unos cuantos vinos en cartón mezclados con jugo de naranja y remataron la velada con una botella de grapa que alguien sacó de la casa de su madre. Bebieron hasta casi las 5. Luego, caminó unas siete cuadras por el barrio que lo había visto nacer, desarrollarse y ser un hombre respetado y querido. Los viernes ya no solía juntarse con sus amigos. Desde que había conocido a la que sería poco después su esposa, había espaciado los encuentros de camaradería. Luego, ya casado, los redujo a una noche de tragos, una vez por mes.

Había esperado por un amor durante toda su vida. La carga familiar, su papá en silla de ruedas y su mamá con Alzheimer, le había impedido encontrar una mujer que lo apoyara y lo contuviera. Tampoco tenía mucho tiempo entre las entradas y salidas de su padre al hospital y la decisión, por fin, para internar a su madre en un asilo. No estaba conforme…  ¿Te parece dejar a tu mamá internada al cuidado o descuido de gente desconocida? ¿Te parece que tu viejo lo entendería?, Y ¿por qué carajo lo hice? ¿Por qué mierda me dejaste solo mamá? ¿Por qué te fuiste tan rápido papá? ¿Es que, acaso, no entendiste que ese es el juego que la vida nos tiene deparado? ¿No se dieron cuenta que me dejaron libre y esa libertad abrió mis alas y esas alas me llevaron a otros nidos y esos nidos me arroparon hasta que… todo… estalló? No paraba de rascarse la cabeza. Apretaba sus labios. Se tocaba la nariz. Miraba la ropita colgada de las ramas. Ya no había vacas ni rastros de ese olor. Él. Solo él y el árbol. Solo él y las ropitas, y su pasado. 

Tenía casi 50 cuando dio el sí. Ella, quince años menor, dio a luz cuatro veces. Todos seguidos. El deseado varón. Las gemelas que lo ensoñaban. Y la niña que heredó sus destellantes ojos. Se quedaron a vivir allí, sobre la avenida que conduce al matadero. Derribaron paredes, extendieron salas, aclimataron un quincho en la parte de atrás, incrementó su trabajo y se ausentó más tiempo. Su mujer repartía su tiempo en la crianza de los niños y un trabajo independiente: horneaba scones que vendía en la feria de los domingos. Tenían una vida digna mientras los pequeños crecían y empezaban a asistir al jardín.

Después del séptimo cruce de calle dobló en la avenida. Un cordón policial vallaba todo el lugar. Tres patrulleros hacían refulgir sus luces azules y rojas. Dos ambulancias. Un camión de la morgue judicial. Mucha gente mirando desde lejos. Tres o cuatro vecinos de la cuadra que lo reconocieron de inmediato. Una señora gorda en bata lo señaló. Él la miró, miró las caras conocidas, miró a una doctora salir con su delantal manchado de sangre, vio a dos enfermeros salir con un cuerpo largo en una camilla, observó como otros paquetes envueltos en bolsas de residuo eran depositados en el camión forense negro. Se volteó para mirar a una joven que le tocó el hombro. La miró desorientado. Ella le sonrió a pesar de sus marcadas lágrimas desdibujando ese rostro de simulacro de risa. Él apretó sus labios, volvió a girar, y un torbellino de ruidos, voces, gritos acentuados, su nombre perdido entre ellos, su apellido, su apodo, allí está, es él, el marido, el padre, ¿qué? ¡Sí! ¿Qué? ¡Soy, sí soy! ¿Qué soy? El padre, el esposo, el hombre, el salvaguarda de la familia, el querido amigo, el amado esposo, el fantástico papá, ¡sí, soy yo! No entiendo… ¿qué es todo esto?

Después de perderse un rato en sus pensamientos, saluda con un gesto vacío a la señora de la casona de la esquina. Siempre le intrigó porque esa mujer vivía en semejante precariedad. No es que hubiera entrado en la casa derruida por años de descuido y, en apariencia, atestada de humedad. Pero la veía pasar a diario, con semejante aspecto: vestidos desteñidos que alternaba cada dos o, a veces, tres días; los soquetes anaranjados o a rayas que no podía evitar mirarle; el mismo saco apolillado para los días de bajas temperaturas; el pelo hacia atrás dejando al descubierto su fresca cara arrugada, destacando el prominente lunar sobre el cachete derecho. Hola doña. ¿Cómo está joven? Se conocían desde chicos, no tendrían más de dos años de diferencia y, sin embargo, se trataban de usted. Jamás se nombraban. Él sabía todo sobre los padres de ella, resultado de los relatos, muchas veces mal contados, por su madre. Ella sabía todo sobre él. Lo observaba a diario hacer las compras, sentarse bajo el plátano, las veces que salía a jugar con sus hijos en la vereda. Desde su balcón, tras un ventanal gris arropado por una gran enredadera y tapado de mugre, ella lo miraba estar o pasar. Adiós doña. Hasta mañana joven.

Habían compartido el jardín de infantes, el primer grado, las clases de catequesis para la primera comunión. Habían coincidido en tres viajes de campamento con el grupo de scouts hasta que una tarde, varios de sus amigos más cercanos se burlaron de la nariz de ella, la maltrataron y la sentenciaron solterona eterna: jamás vas a casarte, ese lunar los espanta, esa nariz les hace sombra, tu mal aliento… basta de comer ajo, basta… tu vestir del mil quinientos… Pero… yo no como ajo… Él le sonrió, como para socorrerla, como diciéndole que no se afligiera por ello. Ella lloró. Gritó. Se llevó las manos a su rostro. Después corrió.

Las ropitas aparecieron colgadas a la mañana siguiente. El vestido rojo, las idénticas remeras rosa y lila, el buzo verde y negro con el escudo de Chicago. Los vecinos estaban asombrados ante semejante puesta tanto como consternados por la tragedia de la noche anterior. Esa mañana llovió. Hubo vientos que azotaron varios puntos de la ciudad. El entierro se concretó en medio de un pantanal de sollozos, desgarros, silencios cortantes, miradas perdidas y mucho barro. No asistió mucha gente. Solo algunos familiares de ella y unos pocos vecinos; los menos por afecto y compañía, los más por simple chismerío. 

Él regreso a su casa no tan tarde, luego de pasar un rato por la parroquia que estaba a tres cuadras. No habló con nadie. Entró por la puerta lateral, recorrió varios apartados con santos y vírgenes. Se sentó en un banco de una nave secundaria perdiéndose entre los cánticos de salmos que llegaban como caricias a su constante parpadeo. Miró un buen rato la pintura en el techo. Ángeles, alegorías de humanos y animales, manos como tocándolo todo, nubes y trompetas. Observó que en una punta estaba descascarándose un ala de una angelita. Casi una hora después, cuando la lluvia estaba aminorando, se fue para su hogar. Se paró frente al árbol, miró las ropas, se estiró para tocarlas. Estaban secas. Entró. Una luz se apagó en la esquina.

Las investigaciones no encontraron sospechosos ni culpables. El caso se cerró al cabo de unos meses. Él siguió con su rutina: regar las plantas, barrer la vereda, retirar los frutos del plátano en otoño, sentarse a fumar durante varias horas, extendiendo las pitadas, mascullando frases sueltas que entrelazaba para contestar algún saludo de un vecino… y acá andamos… está feo hoy… parece que va a llover… sí… sí… anunciaron tormentas.


Diego Tedeschi Loisa


* Hace unos años, durante la carrera de Corrector, en el Instituto Superior de Letras "Eduardo Mallea", fantaseábamos con mis compas sobre algo que veíamos en una esquina.

Tanto que a instancias de algunx de ellxs, un finde me atreví a escribir un cuento, que se los compartí ese domingo del finde, en una reunión que tuvimos de festejo.

En el contexto de pandemia por el Covid-19, la profesora y correctora Adriana Santa Cruz me invitó a participar con un cuento de fin de semana para lxs lectorxs de Leedor.com y apareció "Las ropitas" en mi mente, que le envié y publicó en abril de 2020.

Mucho más que dos

  Mucho más que dos Y si yo puedo abrir un camino, voy a hacerlo, voy a hacerlo, voy a hacerlo. Celeste Carballo En 1989, durante la emisión...