miércoles, 30 de diciembre de 2020

De un Diego a otro Diego

 De un Diego a otro Diego*







Yo ya no existo sin pasado,

entre la oscuridad y la luz.

Yo sé que existo en otro lado…

 

Charly García & Claudio Gabis

“Maradona Blues” - 1994

 


Otro domingo de 1976, almuerzo familiar, la previa y el post en El Balón, de avenida Gaona y Bolivia. Mi hermano y yo, flan con dulce de leche y frutillas con azúcar, respectivamente, y con panchos en pan de pebete y esas salchichas tipo alemanas, a la tarde. Mi papá y sus amigos ”compañeros”, se llaman a sí mismos conversan sobre movidas que, entendería muchos años después, tienen que ver con panfletos militantes que van a arrojar en algunos lugares (desde algún auto por la noche); nombran a otros compañeros que se han escapado o que parece que han “chupado” (aunque esto será ya tirando a 1977-1978). Empiezo a entender (temer) sobre (a) los Falcon verdes y de que en la escuela no tenemos que contar nada de lo que se hable en casa; el permitido que me doy (junto con mis compañeritos) es cuando Domínguez, el don Efraín de la 24, se asoma en el aula y nos hace “la V” con sus dedos índice y mayor en alto. Todos respondemos igual, sin emitir una palabra y con enormes sonrisas cómplices.

 

Como cada domingo que juega el Bicho de local, nosotros vamos temprano siempre: nos gusta mirar cómo la hinchada se va juntando sobre Juan Agustín García, cómo hacen sonar los bombos y los platillos (para la gran campaña del 79, se sumará el bombo peronista y el citroën de mi papá, como escoltas de las caravanas de festejo a (y desde) las canchas visitantes, mientras escucho que un compañero de mi papá cuenta que pudo escaparse por los techos de no sé donde, porque había llegado “la pesada”: el grupo de tareas, los servicios –militares y policías–, que secuestraban personas (luego sabría que torturaban, mataban, desaparecían esos cuerpos: en 2005 escribí, para un libro de Las Madres justo en el momento que el Equipo de Antropología Forense identificaba a los cuerpos de Azucena Villaflor, Esther Ballestrino y María Ponce, hallados en un cementerio de General Lavalle–, un relato sobre una experiencia que tuve en la playa de Santa Teresita a fines de los 70). Recuerdo a muchos de los amigos de mi papá porque siempre venían a casa a compartir asados y a despedir a compañeros que debían exiliarse con suma urgencia. Con ellos, que con los años se convirtieron en “tíos”, también íbamos a ver a Argentinos Juniors. Siempre nos cruzábamos con el tío Fito, que era padrino de Manzana, mi hermano, y en los entretiempos siempre nos compraba una coca (bebida prohibida en casa; por razones de salud, claro está) y hamburguesas (esas que en la cancha son mucho más ricas que las que descubriría mil años después en los fast-foods). Estaban “los de la hinchada”, amigos de la infancia de mi papá –había vivido en La Paternal hasta que se casó con mi mamá y se establecieron en Caballito–, quienes siempre le pasaban varias entradas. Después, la hinchada irrumpía casi cuando faltaban entre quince y diez minutos para que salieran los equipos al campo, al grito de “El Tifón de Boyacá”.

Como íbamos temprano, con Manzana nos poníamos detrás del arco que daba a la cabecera de la hinchada local, que en algún momento ocuparían Munutti o Quintabani; muchas veces, el tío Fito nos llevaba a la platea, sobre la calle Boyacá, para que estuviéramos más cómodos, especialmente en el 79, porque el estadio explotaba de gente que iba a ver al gran equipo de Argentinos Juniors. Me fascinaba mirar los árboles sobre la calle San Blas, ya que no había tribuna allí, a los que se subían los pibes a ver los partidos, y estaban a la espera de que cayera alguna pelota, por algún despeje o tiro bastante desviado, para volver a tirarla hacia adentro o para escaparse con ese preciado "tesoro", que era el mismo que buscábamos con mis amiguitos en la cancha de Ferro: la que no se mancha, a pesar del barro, del pasto, de las pegadas.

 

Ya habíamos visto a ese pibe hacer jueguito en el medio de la cancha, y lo disfrutábamos (aún sin entender mucho de fútbol) cuando jugaba en la reserva, pero se rumoreaba que ese domingo debutaría en primera. Yo había descubierto a Talleres de Córdoba y me fascinaba el juego que tenía y la alegría de su hinchada en cada partido. Aquel domingo de octubre, simpatizantes de la T habían llenado toda la larga tribuna que daba a la calle Gavilán. No paraban de tocar bombos, trompetas, matracas, y alentar a uno de los equipos que haría historia en el fútbol nacional: de hecho, la base de aquel equipo jugaría en la selección argentina de Menotti, previo al Mundial 78 (tres de ellos integrarían el equipo campeón). 

 

Ese 20 de octubre, con quince años, a diez días de cumplir 16, Diego Armando Maradona debutó en el Tifón de La Paternal. 

 

Me acuerdo de Munutti al arco; de Roma, Carrizo, Pellerano, Gette y Minuti (uno seguro estaba en el banco); del gran Carlitos Fren, del avión López, del goleador Bartolo Álvarez, de Ovelar, del Turco Hallar. En Talleres, del Hacha Ludueña, que hizo el único gol en el arco donde estábamos –detrás, contra el alambrado– mi hermano y yo mirando; de Valencia, Galván, Oviedo, Bravo, Quiroga; jugadores que harían historia en nuestro fútbol. Pero todos los ojos estaban puestos en el banco de suplentes. Allí, el DT Montes llamó al jugador con el número 16 en la espalda para que precalentara. Talleres arrazaba y Argentinos luchaba por no descender de categoría (aunque el torneo Nacional no tenía descensos, porque sumaba a equipos de las ligas provinciales, en un torneo corto y federal). Así que el pibe con el 16, que venía de jugar en un equipo de chicos, llamado Cebollitas, debutaba en la primera de Argentinos, con mucho entusiasmo y con tanta irreverencia que al toque le tiró un caño a uno de la T. Esa hermosa tarde de fútbol, Diego Armando Maradona nos traería sol pleno –durante muchos años– a un país que estaría sumido en el gris de la represión, de las persecuciones, de las desapariciones, de la tristeza, por casi siete años.

 

Yo era un nene, así que disfrutaba ver al Diego romperla cada quince días y en algunos partidos de visitante: en Vélez, en Ferro, en Huracán (recuerdo cuando le hizo a Borzi, a Carrascosa y a Fanesi lo que les haría años después al Pato Fillol y a Tarantini), en Atlanta, en mi querido Viejo Gasómetro de mi amado San Lorenzo (por suerte siempre le ganábamos: el Gringo Scotta jamás me defraudaba; y era la única vez que no me quedaba en la hinchada del Bichito, porque el gran estadio del Ciclón tenía un sector para niñxs al pie de la tribuna visitante. Allí, yo gritaba siempre los goles del Cuervo).

 

Meses después, en febrero de 1977, mi hermano prefirió ir al Italpark con mi tía y mi prima; yo, aunque estaba retentado, entendía que verlo debutar con la albiceleste sería único e irrepetible. Así que papá sacó platea (allá en lo alto de la cancha de Boca; supongo que como estaba acostumbrado a ver estrenos en el Colón desde el gallinero –mi papá trabajaba allí– no era tan complicado, y además tenía una vista de águila), y fuimos (me puse la camiseta de la selección que me había regalado mi mamá, y mi papá me compró un gorro; además de hacerme muchas fotos, que aún conservo). Esa tarde, Argentina le ganaba a Hungría 6 a 0, atajaba el Loco Gatti y Maradona cedía pases-gol, y nada importaba si no había anotado. Argentina iniciaba una maratón de partidos con vistas al Mundial 78, que se jugaría en nuestro país de “Derechos y Humanos”, según la Dictadura gobernante, y sus cómplices secuaces, cuando se sabía muy bien que la libertad estaba enjaulada y los derechos, enterrados. Un año después, Menotti dio la lista y Diego sintió que le cortaban las piernas por primera vez: el DT lo dejó afuera del Mundial; acto que redimiría en 1979 cuando lo llevó al Mundial Juvenil de Japón, donde la rompió y pudo festejar con el título de campeón. 

 

Maradona son imágenes constantes en la cancha, en las canchas: lo recuerdo en aquella definición, en cancha de Ferro, ante Vélez, sentado a mi lado en la platea (yo coladísimo con mis amiguitos del barrio estaba, en realidad, sentado a un par de butacas de él), cuando el Bicho perdió 4 a 0 y, por estar expulsado, Diego no pudo jugar esa semifinal; también en aquel partido por un aniversario de Argentinos, donde jugó con Bochini (su ídolo), con Gatti y con Quique Wolf, en cancha de Vélez, antes de irse a Japón; como hacíamos siempre en Ferro (yo iba los domingos, que no iba a La Paternal, a ver al Verdolaga) y saltábamos al campo para pedirles alguna canillera de regalo a algún jugador, esa noche en Vélez salté y Diego fue muy gentil al saludarme, cuando terminó el partido amistoso contra Talleres (donde jugaban figuras como Tarantini, Oviedo, Bravo, Valencia, Reinaldi, Ludueña): partido distendido que terminó con un 5 a 4 para el Bicho, pero lo que importaron fueron las paredes entre el Bocha y el Pelusa, que volverían a jugar juntos en 1986 cuando Argentina participara de la Copa Mundial de Fútbol en México, donde haría esos dos goles históricos y Argentina se consagraría campeón.

 

Aquellos sueños de gambeta (que jamás pude hacer en una cancha, pero que siempre pudieron hacer mi hermano y alguno de mis amigos de infancia) fueron mi alegría en los pies del Diego. Cuando vino de Japón, mi papá nos llevó a recibirlos –no recuerdo a dónde– y nos sacamos una foto delante de una gigantografía, que había en una camioneta, con una caricatura de Diego, vestido con la de la selección y con un chupete. 

 

Ir a la cancha era un ritual para mi hermano y para mí. No sé cuáles serán sus sensaciones, aunque recuerdo la alegría que nos daba ir a ver al Bicho, a Ferro, al Ciclón. Sí puedo afirmar que el Diego era algo difícil de describir para él, tanto que a su hijo le puso Diego por mí y “también por el Diego”; recuerdo su gesto al decírmelo.

Verlo a Diego en el campo era (visto desde mi perspectiva actual) como sentir a David Gilmour puntear en “Shine on you crazy diamond”, a Eric Clapton descollar en “River of tears”, o a John Anthony Helliwell en cualquier solo de Supertramp. Ese gol a los ingleses, el de “La Mano de Dios”, fue el placer que me da leer “Milonga de un soldado”, “Poema conjetural”, “Quiroga va en coche al muere” de Borges; y el otro gol, “El Gol del Siglo”, es dejarme atrapar en algún relato de Karen Blixen o en un cuento de Cortázar; en algún poema de Alfonsina Storni, de Olga Orozco, de Alejandra Pizarnik, de Dominique Salanz, o en un texto de Galeano o de Walsh.

Le vi hacer cosas en Argentinos solo comparables con alguna composición de Charly García, o con esos tangos de Gardel-Lepera; de Manzi, de Discépolo, de Piazzolla, o con el impacto que me dio ver el cuadro de Delacroix de “La Libertad guiando al Pueblo”, o cualquiera de Da Vinci, o con ese vino compartido a orillas del Maas,  o con la inmensidad del mar, o con aquel beso que aún permanece en mí. 

Imagino en cámara lenta a Maradona esquivando ingleses y en vez del relato de Víctor Hugo escucho en mi cabeza la parte del final de “El lago de los cisnes”, como desde el palco del Colón el día del estreno. Vi un rayo alumbrar un estadio a pleno sol cuando desde ese ángulo impensable la clavaba en ese otro ángulo impensable, y no era una o dos veces, sino tantas. Y me reía mucho cuando hacía arrastrarse a defensores y a arqueros, al estilo “Olé” del torero al toro, con su capa roja (aquí su camiseta roja), y encendía los ojos de cualquier simpatizante que estuviera viendo. 

 

Luego, pasarían Boca, Barcelona, el olvidable debut en el Mundial 82, Nápoles, los históricos mundiales del 86 y del 90, Sevilla, Newell’s, el deseo de verlo con la del Ciclón (donde dijo alguna vez que le hubiera gustado jugar), la frustración del 94 (la vez que de verdad le cortaron las piernas), Maradona DT en equipos y en la Selección. Pero aquel Maradona en la cancha, siempre tan brillante, tan lúcido con la redonda, tan extraterrestre, tan barrilete cósmico, allí, en ese maravilloso campo de juego, en su alfombra roja (verde), mágica, donde el genio podía hacer cualquier galantería, y donde tuve de esas oportunidades únicas al estar en el lugar y tiempo correctos, para verlo tan cerca entre 1976 y 1980, nunca se dormiría en mi arcón de los recuerdos, esos mismos que afloran ahora al escribir (no alcanzarían las páginas para seguir describiendo sus hazañas futboleras).

 

Como mi hermano jugaba baby-fútbol en el club Particulares, muchas veces pude ver a los hermanos de Diego romperla (especialmente al Turco), y a sus sobrinos, que jugaban donde él había jugado: el club Parque. Y como yo iba a ver al Bicho, reconocía al toque la presencia de la Tota y de Don Diego, de sus hermanas, de Claudia. Y algún día libre, Maradona se pasaba a ver algunos partidos.

 

En algún momento de 1978, mi papá se compró una cámara de fotos instantánea Kodak. En ese otoño, previo al Mundial, Maradona fue a ver un partido entre Parque y Particulares. Los martes y jueves, mi hermano practicaba, y ese martes 16 de mayo había partido, quizás para recuperar los que se habían suspendido el fin de semana por lluvia o tal vez algún amistoso. A veces, me quedaba solo en casa, me compraba una de muzzarella con fainá fría, una fanta naranja, y me perdía en la música. Ese martes frío, que no fui, fue Maradona, que ya pintaba figura internacional. Mi papá le pidió si posaba para una foto con Manzana que tiempo después jugaría con su hermano y con alguno de sus sobrinos; Diego dijo que sí, y esa instantánea, que pudieron ver en el momento, quedó para siempre grabada en mi memoria (en estos días me las mandaron mi hermano, desde Puerto Sagunto, y mi mamá). Pero mi papá estuvo rápido y le pidió un autógrafo para mi hermano y para mí. A Ed le puso algo sencillo. Supongo que porque ya tenía el mayor tesoro: una foto con él. A mí me regaló algo que aún conservo del mejor jugador de fútbol que vi en mi vida: sabía con los pies, tenía una energía increíble, iba al frente, colaboraba con el equipo (miren los últimos minutos de la final con Alemania en México), jugaba con el tobillo hinchado y negro (le dio el pase-gol decisivo a Caniggia ante Brasil, y comandó al equipo ante los tremendos Italia y Alemania, en las semifinal y final del 90), se enojaba, protestaba, era solidario con cualquier rival, se ponía el equipo al hombro, y era un ser de otro planeta con la pelota en los pies: pienso en las palabras de Valdano cuando Diego le dijo que mientras eludía a los ingleses, en el 86, antes de hacer el mejor gol de la historia (el brasileño Silas le hizo uno igual a River, jugando para San Lorenzo, en el Monumental..., pero no era Diego) lo veía para pasarle la pelota, pero sentía que no le daba el tiempo más que para resolverlo como lo hizo. El tipo eludía ingleses y veía que estaba su compañero en una excelente posición para recibir y para anotar, pero la velocidad que llevaba y las guadañas que le tiraban hicieron que lo definiera como lo hizo.

 

¡Ah, sí!, a mí me regaló su estampa, con letra imprenta clara: 

 

PARA DIEGO

CON CARIÑO

DE UN AMIGO

EL OTRO DIEGO

 

Su firma, debajo; “MARADONA” como aclaración, y el 10 entre paréntesis: (10).




Diego Tedeschi Loisa


* A fines de diciembre de 2020, se presentó Pelusa, un libro homenaje a Diego Maradona, edición e-book de En el Jardín de la Casa de Román, coordinado por Hernán Casabella y Jorge Hardmeier.

Hay muchos textos de muches autores entre los que seleccionaron un texto mío.

lunes, 14 de septiembre de 2020

Carta de amor

 Carta de amor*



Hola: 

            ¿Cómo arrancar?, ¿por dónde arrancar?, para poder contarte que… –perdón, tuve que servirme algo fuerte porque no es tan fácil despojarme de todo este sabor intenso que me quema -como esos locotos que hacen sangrar los ojos de tanta pasión- y que ya no puedo guardarme–. Sí, así es… ¡quema!

            Fueron tantas copas que evitaron que pronuncie la palabra perfecta, que no sabía si tus oídos querían escuchar. Fueron tantas noches de ensoñamiento perpetuo, de estrangular mis sentidos para apagarme en las cunas de Morfeo, de dar miles de vueltas, y otra vuelta más, entre las sábanas empapadas de tanto sudor de amor.

            Te dejo escapar cada día un poco más porque al mirarte las palabras se endurecen, me seco, me aturdo, bajo la vista aunque me enternece mirarte; la bajo también porque tus ojos me queman. Ya sé que está bueno que alguien aún se sonroje, como me dijiste aquella noche de aguas saborizadas a orillas del riacho aquel. No supe qué hacer, mis manos fueron a la botella y la botella me besó, para que mis labios no volvieran a sentir mi lengua rozarlos al mirar los tuyos entrecerrarse para beber también, como escapándote de lo que ambos queríamos y no iba a suceder.

            Cuántas vueltas más tuve que dar (tengo que dar) y siempre vuelvo al mismo lugar. Punto cero. Estás en mí aunque no estés aquí. Estás aquí aunque no estés para mí. 

            Se me corta la respiración cuando te enfrento, cuando sé que sonreirás, cuando sé me asusta pensar que quizás pueda ser otro día igual entre tus cruces. Para mí no lo es. Nunca lo es. Sé que puedo fantasear y que aquellas utopías del “amor perfecto”, del “para siempre”, se diluyen con los años. Pero también sé que nuestros errores, de habernos marchitado en tóxicas vinculaciones, nos puede hacer crecer. En mí lo fue. Lo que brota de tus labios parece indicarlo también. No entiendo por qué no puedo despertarte para que te rindas a mis brazos, al cobijo de mi cuerpo, al latir de mis besos, al color de la aventura.

            Busco algún verso en algún poema que pueda reflejar lo que mis palabras no saben pronunciar. Recuerdo el libro de Dominique Salanz, el segundo, que me recomendaste aquella tarde de mates en el parque, como si tu boca solo hablara para mí, como si el resto de los chicos solo fueran como esas estatuas de aquel viaje que hiciste a Grecia, desde donde me mandaste la mejor de tus fotos, a pesar de la poca iluminación y del fuera de foco, porque pensaste de alguna manera en mí; como cuando me nombraste Miradas de luna en aquella noche griega, a orillas del Egeo, con tu cuerpo ávido de vino, y el mío, con destellos de tu luz, en esa otra foto que te tomaste “para mí”, donde mar y luna se besaban al compás de la canción que sonaba en mi celular.

Nos cruzamos una vez.

Una sola vez.

Tu mirada de luna quiso despertar mi corazón.

Nunca supiste (no tenía por qué saberlo)

que ya estaba destinada a las sombras

donde no crece ya flor.

 

Cuando comencé a leerlo, sentí que el “Poema XIII”, esos breves versos, resumían nuestra historia que aún no había comenzado, que ¿iba a comenzar?

En este instante, como para entonarlo todo, suena un violonchelo que detiene mis pensamientos porque la música hace sentir. ¿Te acordás de aquella noche en la terraza de Pincen?, quedamos casi enfrentados, porque era un único rincón donde el viento no cortaba la piel. Fumamos esa tuca sin dejar de reírnos por el fiasco show que había improvisado ese chico que creía –y te cito– “que ponerse un mantel como vestido y unas pinturas en la cara podía ser la Vittar”. Sí, le faltaba un poco. “¡Bastante!”, acentuaste y nos echamos a reír. Moría por besarte, solo la mirada de la luna nos abrazaba, ¿nos empujaba? a hacerlo. Pero nos quedamos congelados, robándonos miradas y dejando caer los ojos hacia el suelo. Y ese instante, tan perfecto, nos dejó eternizados en las sombras de aquella pared, que por el efecto de aquella intensa luna llena, se tocaban de verdad.

Hoy te pensé todo el día. Te pensé demasiado porque tenía que elegir las mejores palabras para dejar de dar tantos giros sin sentido. Tu primavera está en el mejor jardín de flores: colibríes que endulzan las mañanas, abejas que danzan al compás de los besos del sol, algunos grillos que no callan, tu luz que lo enciende todo. Yo atravieso un otoño lento porque tiene sus días de verano a fuego y de primaveras sonrientes. Pero frente al espejo sé que no me escondo para llorar. Sé que es tiempo de atreverme a un poco más que perderme en tantas palabras donde las metáforas no pueden ocultar el pentimento del camino que va. 

Siento todo por vos. Siento que me ahogo si no puedo decírtelo con mi voz. Esta carta es un anuncio de encuentro con el riesgo de un “sin respuesta”, aunque no lo creo de vos. Jamás tuve miedo de decir lo que sentía, mucho menos a alguien que deseo con tantas ganas, infinitas, de compartirlo todo. ¿Será que podré atreverme? ¿Por qué escribo estas líneas? ¿Para que estés debidamente informado? ¿Para que puedas decirme que “no” desde otro mensaje? ¡Qué difícil es desnudar nuestros deseos! Sé que sos de esas rocas que no las derrite ni el tiempo ni la erosión de los vientos. Desde tu sombra, te quedás resplandeciendo para no sangrar. Elegiste el silencio como mirada constante, pero quiero sentir tu voz en mí, quiero las caricias de tus susurros, quiero el aliento de tus dedos al rozarme, necesito abrazar tu lengua para que nos dejemos ir como el agua cae en cataratas para luego descansar en el remanso de un río.

Estoy listo para dar ese paso. Entender que es real, que puede asustarnos por un rato nomás. Necesito decirte muchas noches y todas las mañanas ese mantra que he pronunciado pocas veces, pero que espera por vos: “Te amo. Te amo. Te amo. Te amo. Te amo. Te amo. Te amo. Te amo. Te amo. Te amo”.

No veo mariposas danzando en mi panza ni pajaritos en torno a mi cabeza. Esa sensación es un poco más abstracta, y es tan intensa, tan perfecta, que me da tanto miedo de que se haga real (qué contradicción, ¿no?), de que tenga que cambiar tantas cosas sin tener que cambiar nada, porque sé que amás la libertad tanto como es respiración constante para mí. Y la vida está hecha de aventuras, de esos mágicos caminos que nos da la libertad para ir en cualquier dirección, siempre hacia un horizonte que nos envuelva en aquello que llamamos “felicidad”. Y ya sé que “la vida son dos días, y uno llueve”, y ya sé que “la felicidad es como un relámpago en medio de una tormenta”, y ya sé que sé tantas cosas que te escuché decir en tantas madrugadas de mates en la estación, apoyados sobre el vagón oxidado mientras tu dulce voz hablaba de Angkor Wat, de la serie Versace y de la Mona Lisa con la misma pasión con la que cebabas esos amargos del cielo o me impulsabas a dejar el pueblo para “que encuentres la felicidad”.

Sé que esta carta es definitiva de muchas cosas. Si bien son muchas vueltas a lo mismo que luego tendré que pronunciarte en vivo, para mirar tus ojos y esperar que tus labios también repitan el mismo mantra, hasta que nos fusionemos en un extenso beso, sé que si nada de eso ocurre, la utopía dará paso a lo real que, en definitiva, como esta carta, es lo que existe, es lo que está.

¿Por qué adelanto tantas cosas? Porque creo que es mi modo de alfombrar con rosas el camino hacia tu ser porque necesito enfrentarte, necesito decirte todo, necesito que quieras ir conmigo a buscar esa felicidad. Rosario está cerca, Buenos Aires nos guiña, Córdoba seduce con tanta alegría. Sabemos que no hay futuro aquí. Sabemos que el placar nos abriga en ensueños, pero no nos deja respirar. Sabemos que aquí seremos morlocks eternos o eloi del agrado constante. Y nada más. ¿Querés eso? ¿Quiero eso? ¡No! Sabemos que no. Por eso necesito abrir la puerta para empezar a caminar. Dejar de huir a la verdad. Dejar de huir al qué dirán. Dejar de huir a la pasión si es lo que nos ha enganchado tanto tiempo, la que nos hizo darnos cuenta que al bajar los ojos, estábamos diciendo todo. 

Recuerdo cuando vimos Rita y nos echamos a reír cuando Jeppe espera al vecino tanto tiempo para decirle solo “Hola”. Nos reímos tanto. Y dijimos lo mismo: “¿Por qué tanta vergüenza de decir lo que siente?”. Y nos quedamos estáticos mirándonos unos segundos, que parecieron horas, hasta que los dos bajamos la mirada. Sabíamos todo y seguimos como si nada. 

Amor, eso es lo que representás para mí. Ese jugo que nos da la vida para degustar, como esas naranjas tan perfectas que llevo a mi boca cada mañana. Por eso te digo “Amor”, porque ya es tiempo de que digamos las palabras como suenan de verdad. 

Estas líneas te estarán esperando detrás de la puerta cuando llegues y…

Acabo de recibir un mensaje tuyo para que nos veamos esta tarde, que necesitás decirme algo muy importante. ¡Ufffff! 

Bueno, creo que fui lo más sincero, y quizás estemos en sintonía. Y si no lo es, será como el poema de Dominique, “La sal del tiempo”, ¿te acordás?

Cuando sientas que atraviesas las miradas

para llegar donde no es,

no huyas del camino,

no seas un mendigo del amor.

Atraviesa puentes, campos, mares, ríos,

deja que la sal del tiempo condimente tu pasión,

y encuentra la mirada que se cruza con la tuya.

 

                Fer, te veo a la tarde en la plaza.

 

                Con inmenso Amor,

 

 

Martín

Vedia, 20/07/20

 


Diego Tedeschi Loisa



* Invitado por Hernán Casabella, responsable de la editorial Textos Intrusos, participé de un libro colectivo, en el contexto de pandemia, que se presentó a mediados de septiembre de 2020.

En el libro, participaron también el querido Hernán y otro amigo intruso, Pablo Mereb.

A las palabras se las lleva el viento. 27 cartas de amor en papel fue presentado a través de la editorial En el Jardín de la Casa de Román, que coordinan Hernán Casabella y Jorge Hardmeier, y fue presentado en versión e-book el "Día Nacional del cartero".

"En estas páginas, la palabra amor se cansa de ser usada y pide a gritos variaciones, nuevas compañías, reemplazos. Chasquea sus dedos sucios de ceniza exigiendo ser rescatada. Juega a las escondidas y se mete entre los huecos que dejan las guerras absurdas, la buena tristeza, las mujeres totales, la lluvia del mundo. Apela a la ayuda de Zitarrosa, Walsh, Pessoa, Pauls; atraviesa desnuda olas de aguas plateadas, cercanas, fantásticas. Se acomoda con ironía y tristeza en uno, dos, mil bancos de plazas. Se enreda con las sábanas húmedas y aspira el humo espeso del tabaco en plena madrugada o en medio de la noche oscura, abismal, para parirse, al fin, convertida en carta", escribió Macarena Moraña en el prólogo, de un libro profundo en despojos.

"Este libro es un sueño plural y que muestra, quizá, que la mejor definición de lo amoroso se trata de aquello que construimos con el otrx", como dice Marina Porcelli en el epílogo de este exquisito libro de cartas de amor.

lunes, 8 de junio de 2020

El arte sana y salva

 El arte sana y salva*




Prendo un fasito, me sirvo una copa y trato de pensar y repensar, bien hacia adentro, pero bien para afuera, sobre esta realidad que me (nos) toca en “suerte”: aislamiento total.

La ansiedad es una amiga constante, también la euforia y el bajón. Ayer, luego de cinco días de estar encerrado, caminé ciento cincuenta metros hasta el supermercado. Me hiperventilé, o lo que yo crea que eso significa. Tanto aire puro, tanta luz, el sol, me mareó. Volví a los veinte minutos al encierro de esta cuarentena entre mis plantas, mi música, mis escritos, mis libros y las series infaltables.

    Afloran las vibras positivas, claro. Las que me conectan con la empatía, con la solidaridad, con las ganas de ayudar “sin salir de casa”, con el amor a distancia por tantos abrazos y besos que llegarán en un futuro no tan lejano. Y en este repensar las cosas, aparecen ondas dispares. Por un lado, la lejanía de tanta gente que “no quiere pálidas”, que “no se informa”, que “visita a personas mayores de 60 como si nada”, que “deambula entrando y saliendo de su casa porque no es nada tan grave”. Y eso me lleva a reflexionar en torno a unas frases que escuché en estos días: “Mucha gente va a morir sola” si no hacemos las cosas bien, porque nadie va a poder acompañarla en un hospital ni tomarle de la mano; “La gente se va a dar cuenta cuando la morgue se llene de cadáveres”; “Se van a acumular, como en una novela apocalíptica, cuerpos en las calles”. Afortunadamente, por otro lado, hay un compromiso tan fuerte de tanta pero tanta gente que mi angustia se transforma en un amor profundo por la humanidad.

    Y así me quedo volviendo a escribir mis poemas; a releer esos libros que me transforman: “Regreso a la montaña”, “El zen del té”, “La novena revelación”; a escaparme en las bios de tantxs artistas que me inspiran; a las páginas de tantxs autorxs que enmarcan nuestro andar constante; a desear que llegue mi primera clase de ukelele; a escuchar tantas discografías o los playlist que hice, y ahí sí que me dejo ir, y pienso, repienso mucho más.

    Pienso, primero, en el estigma que empiezan a cargar quienes son positivxs del coronavirus, esa tremenda necesidad de discriminar a quienes solo son víctimas, como el estigma que –créase– aún cae con tanta saña en quienes viven con VIH; pienso en el encierro de quienes están privadxs de la libertad y hacinadxs en celdas; pienso en quienes no se animan a ser lo que deberían ser; pienso en quienes están más pendientes del “qué dirán” que de lo que quieren; pienso en los placares abiertos de tantas sonrisas nuevas y de tantas sombras que se esfumaron por esa luz al animarse a la visibilidad; pienso en la importancia del abrazo, del silencio, del escuchar, del aceptar las diferencias de quien es distintx; pienso en que aún podemos hacer un mejor mundo, un mejor país, una mejor ciudad, un mejor pueblo o barrio, una mejor cuadra. Pienso en el arte como un gran recursero para “sobrevivir” a un encierro temporal. Porque ahí, en el arte, hay una energía que no puede detener un aislamiento.


Diego Tedeschi Loisa



El equipo de Tahiel Ediciones hizo una convocatoria para escritorxs, a principios del aislamiento, y seleccionó un texto mío, que se publicó en Diario de una cuarentena. Historias que abrazan el caos.

Mi compañera activista LGBT+, Estefanía Gaitán, me había invitado a escribir algo sobre la cuarentena, cuyo resultado se publicó en un posteo de las redes de la Secretaría de Cultura de la FALGBT+.

Cuando vi la convocatoria de Tahiel Ediciones, para participar con un relato, no dudé en enviar ese texto, aunque por la extensión pedida tuve que cortar, incluso hasta unos versos de un tema de Charly García.

El texto fue seleccionado junto con otrxs cientos de escritos. Y luego de su edición en ebook, salió en formato impreso a mediados de 2020.

"No estás sola/o, en estos escritos te darás cuenta de que sos parte de un todo", escribió Yanina Orrego, en el prólogo, la directora editorial de Tahiel; "porque cuando se instala la distancia entre las personas, nada es mejor que acercarnos a través de la palabra", como expresa en la contratapa el escritor Julián Kronn.

domingo, 26 de abril de 2020

Las ropitas

 Las ropitas*




El camión pasó otra vez. Era el séptimo que contaba. Largos, todos de madera desgastada, la inscripción del SENASA atrás como sello oficial y el oloroso destello del excremento vertido sobre el piso de la jaula y del propio ganado. Allí iban, como cada noche de camino al matadero, las vacas que serían un jugoso churrasco como los que suele disfrutar con ensalada de lechuga y tomate, adobada con un brebaje que tiene enfrascado en una de las repisas de la cocina.

Miró ese último camión. Escuchó algunos mugidos que el viento le regaló a la distancia y no pudo distraer su mirada durante el tiempo en que tarda de cambiar un semáforo, del rojo al verde. Directas al mazazo en la cabeza.

Se levantó del banco estilo plaza que tiene adosado con cemento  a la vereda, al pie del plátano de sombra que lleva en ese sitio algo más de ciento cincuenta años, cuyas hojas adora mirar cuando están verdes y retira para decorar una gran mesa de vidrio cuando ya marrones son frágiles y se disuelven fácilmente entre sus manos. Cuando despunta la primavera retira algunos de los frutos para dárselos a Wonder para que juegue; casi al llegar el otoño, los irá retirando por las alergias que suele provocar a su sistema respiratorio, como si las simples pelotitas marrones dieran un mayor agite a sus pulmones hartos ya de resistir los embates de los dos paquetes de cigarrillos diarios. Sus dedos, índice y mayor izquierdos, amarillentos por su marcado impulso a fumar podrían confundirse con una clásica fotografía en sepia de comienzos del siglo XX. 

Enderezó su cuerpo semiencorvado por una permanente mala posición, se estiró como suele repetirse Wonder cada mañana al escuchar el radio despertador que activa una AM de noticias al compás, casi siempre, de un ritmo latino o una marcada milonga. Miró hacia arriba, las ropitas estaban colgadas. El árbol aún las confundía entre sus hojas, pero resaltaban aunque una noche de nubes lo ensombreciera todo. Respiró profundo, se agitó, no más que el día anterior ni menos que el siguiente día. Miró alejarse al camión, respiró como para recordarse aquellos días en el campo, en la chacra de su abuelo, y comenzó a hablar para sí mismo en una constante, nombrando vacas y vestidos, ángeles… tienen suerte de ir al matadero. Yo me quedo acá, sonante, escuchando mi palpitar y mis silencios, sin amigos que rescaten una perla como obsequio. Hay mares donde naufragar y no hay mares donde bucear. No hay arrecifes de corales en los que pueda bañarme un rato. No hay salidas donde escapar. Están ahí. ¡Están ahí! ¿Están ahí? ¿¡Estánnn ahíiii!? Podría irme en un mazazo, pero otra vez mazazos. Los mazazos ya los di. Los vestiditos… Las vaquitas… Siguió respirando con marcado ritmo. Se mordía los labios, se los mojaba pasándose la lengua, se tocaba la nariz tapando los orificios, pero solo unos segundos. Luego se repetía en su letanía y se perdía mirando arriba.

Diez años atrás había salido a dar una vuelta por el barrio. Se había encontrado con alguno de sus amigos para beber unos tragos. Esa noche se quedó más tiempo. Tomaron cervezas, unos cuantos vinos en cartón mezclados con jugo de naranja y remataron la velada con una botella de grapa que alguien sacó de la casa de su madre. Bebieron hasta casi las 5. Luego, caminó unas siete cuadras por el barrio que lo había visto nacer, desarrollarse y ser un hombre respetado y querido. Los viernes ya no solía juntarse con sus amigos. Desde que había conocido a la que sería poco después su esposa, había espaciado los encuentros de camaradería. Luego, ya casado, los redujo a una noche de tragos, una vez por mes.

Había esperado por un amor durante toda su vida. La carga familiar, su papá en silla de ruedas y su mamá con Alzheimer, le había impedido encontrar una mujer que lo apoyara y lo contuviera. Tampoco tenía mucho tiempo entre las entradas y salidas de su padre al hospital y la decisión, por fin, para internar a su madre en un asilo. No estaba conforme…  ¿Te parece dejar a tu mamá internada al cuidado o descuido de gente desconocida? ¿Te parece que tu viejo lo entendería?, Y ¿por qué carajo lo hice? ¿Por qué mierda me dejaste solo mamá? ¿Por qué te fuiste tan rápido papá? ¿Es que, acaso, no entendiste que ese es el juego que la vida nos tiene deparado? ¿No se dieron cuenta que me dejaron libre y esa libertad abrió mis alas y esas alas me llevaron a otros nidos y esos nidos me arroparon hasta que… todo… estalló? No paraba de rascarse la cabeza. Apretaba sus labios. Se tocaba la nariz. Miraba la ropita colgada de las ramas. Ya no había vacas ni rastros de ese olor. Él. Solo él y el árbol. Solo él y las ropitas, y su pasado. 

Tenía casi 50 cuando dio el sí. Ella, quince años menor, dio a luz cuatro veces. Todos seguidos. El deseado varón. Las gemelas que lo ensoñaban. Y la niña que heredó sus destellantes ojos. Se quedaron a vivir allí, sobre la avenida que conduce al matadero. Derribaron paredes, extendieron salas, aclimataron un quincho en la parte de atrás, incrementó su trabajo y se ausentó más tiempo. Su mujer repartía su tiempo en la crianza de los niños y un trabajo independiente: horneaba scones que vendía en la feria de los domingos. Tenían una vida digna mientras los pequeños crecían y empezaban a asistir al jardín.

Después del séptimo cruce de calle dobló en la avenida. Un cordón policial vallaba todo el lugar. Tres patrulleros hacían refulgir sus luces azules y rojas. Dos ambulancias. Un camión de la morgue judicial. Mucha gente mirando desde lejos. Tres o cuatro vecinos de la cuadra que lo reconocieron de inmediato. Una señora gorda en bata lo señaló. Él la miró, miró las caras conocidas, miró a una doctora salir con su delantal manchado de sangre, vio a dos enfermeros salir con un cuerpo largo en una camilla, observó como otros paquetes envueltos en bolsas de residuo eran depositados en el camión forense negro. Se volteó para mirar a una joven que le tocó el hombro. La miró desorientado. Ella le sonrió a pesar de sus marcadas lágrimas desdibujando ese rostro de simulacro de risa. Él apretó sus labios, volvió a girar, y un torbellino de ruidos, voces, gritos acentuados, su nombre perdido entre ellos, su apellido, su apodo, allí está, es él, el marido, el padre, ¿qué? ¡Sí! ¿Qué? ¡Soy, sí soy! ¿Qué soy? El padre, el esposo, el hombre, el salvaguarda de la familia, el querido amigo, el amado esposo, el fantástico papá, ¡sí, soy yo! No entiendo… ¿qué es todo esto?

Después de perderse un rato en sus pensamientos, saluda con un gesto vacío a la señora de la casona de la esquina. Siempre le intrigó porque esa mujer vivía en semejante precariedad. No es que hubiera entrado en la casa derruida por años de descuido y, en apariencia, atestada de humedad. Pero la veía pasar a diario, con semejante aspecto: vestidos desteñidos que alternaba cada dos o, a veces, tres días; los soquetes anaranjados o a rayas que no podía evitar mirarle; el mismo saco apolillado para los días de bajas temperaturas; el pelo hacia atrás dejando al descubierto su fresca cara arrugada, destacando el prominente lunar sobre el cachete derecho. Hola doña. ¿Cómo está joven? Se conocían desde chicos, no tendrían más de dos años de diferencia y, sin embargo, se trataban de usted. Jamás se nombraban. Él sabía todo sobre los padres de ella, resultado de los relatos, muchas veces mal contados, por su madre. Ella sabía todo sobre él. Lo observaba a diario hacer las compras, sentarse bajo el plátano, las veces que salía a jugar con sus hijos en la vereda. Desde su balcón, tras un ventanal gris arropado por una gran enredadera y tapado de mugre, ella lo miraba estar o pasar. Adiós doña. Hasta mañana joven.

Habían compartido el jardín de infantes, el primer grado, las clases de catequesis para la primera comunión. Habían coincidido en tres viajes de campamento con el grupo de scouts hasta que una tarde, varios de sus amigos más cercanos se burlaron de la nariz de ella, la maltrataron y la sentenciaron solterona eterna: jamás vas a casarte, ese lunar los espanta, esa nariz les hace sombra, tu mal aliento… basta de comer ajo, basta… tu vestir del mil quinientos… Pero… yo no como ajo… Él le sonrió, como para socorrerla, como diciéndole que no se afligiera por ello. Ella lloró. Gritó. Se llevó las manos a su rostro. Después corrió.

Las ropitas aparecieron colgadas a la mañana siguiente. El vestido rojo, las idénticas remeras rosa y lila, el buzo verde y negro con el escudo de Chicago. Los vecinos estaban asombrados ante semejante puesta tanto como consternados por la tragedia de la noche anterior. Esa mañana llovió. Hubo vientos que azotaron varios puntos de la ciudad. El entierro se concretó en medio de un pantanal de sollozos, desgarros, silencios cortantes, miradas perdidas y mucho barro. No asistió mucha gente. Solo algunos familiares de ella y unos pocos vecinos; los menos por afecto y compañía, los más por simple chismerío. 

Él regreso a su casa no tan tarde, luego de pasar un rato por la parroquia que estaba a tres cuadras. No habló con nadie. Entró por la puerta lateral, recorrió varios apartados con santos y vírgenes. Se sentó en un banco de una nave secundaria perdiéndose entre los cánticos de salmos que llegaban como caricias a su constante parpadeo. Miró un buen rato la pintura en el techo. Ángeles, alegorías de humanos y animales, manos como tocándolo todo, nubes y trompetas. Observó que en una punta estaba descascarándose un ala de una angelita. Casi una hora después, cuando la lluvia estaba aminorando, se fue para su hogar. Se paró frente al árbol, miró las ropas, se estiró para tocarlas. Estaban secas. Entró. Una luz se apagó en la esquina.

Las investigaciones no encontraron sospechosos ni culpables. El caso se cerró al cabo de unos meses. Él siguió con su rutina: regar las plantas, barrer la vereda, retirar los frutos del plátano en otoño, sentarse a fumar durante varias horas, extendiendo las pitadas, mascullando frases sueltas que entrelazaba para contestar algún saludo de un vecino… y acá andamos… está feo hoy… parece que va a llover… sí… sí… anunciaron tormentas.


Diego Tedeschi Loisa


* Hace unos años, durante la carrera de Corrector, en el Instituto Superior de Letras "Eduardo Mallea", fantaseábamos con mis compas sobre algo que veíamos en una esquina.

Tanto que a instancias de algunx de ellxs, un finde me atreví a escribir un cuento, que se los compartí ese domingo del finde, en una reunión que tuvimos de festejo.

En el contexto de pandemia por el Covid-19, la profesora y correctora Adriana Santa Cruz me invitó a participar con un cuento de fin de semana para lxs lectorxs de Leedor.com y apareció "Las ropitas" en mi mente, que le envié y publicó en abril de 2020.

viernes, 27 de marzo de 2020

El arte sana y salva

 

El arte sana y salva*





Prendo un fasito, me sirvo una copa de un Otard-Dupuy –regalo de mis amigxs de Sueño Azul– y trato de pensar y repensar, bien hacia adentro, pero bien para afuera, sobre esta realidad que me (nos) toca en “suerte”: aislamiento total.

La ansiedad es una amiga constante, también la euforia y el bajón. Ayer, luego de cinco días de estar encerrado, caminé ciento cincuenta metros hasta el supermercado. Me hiperventilé, o lo que yo crea que eso significa. Tanto aire puro, tanta luz, el sol, me mareó. Volví a los veinte minutos al encierro de esta cuarentena entre mis plantas, mi música, mis escritos, mis libros y las series infaltables de Netflix.

Afloran las vibras positivas, claro. Las que me conectan con la empatía, con la solidaridad, con las ganas de ayudar “sin salir de casa”, con el amor a distancia por tantos abrazos y besos que llegarán en un futuro no tan lejano. Y en este repensar las cosas, aparecen ondas dispares. Por un lado, la lejanía de tanta gente que “no quiere pálidas”, que “no se informa”, que “visita a personas mayores de 60 como si nada”, que “deambula entrando y saliendo de su casa porque no es nada tan grave”. Y eso me lleva a reflexionar en torno a unas frases que escuché en estos días: “Mucha gente va a morir sola” si no hacemos las cosas bien, porque nadie va a poder acompañarla en un hospital ni tomarle de la mano; “La gente se va a dar cuenta cuando la morgue se llene de cadáveres”; “Se van a acumular, como en una novela apocalíptica, cuerpos en las calles”. Afortunadamente, por otro lado, hay un compromiso tan fuerte de tanta pero tanta gente que mi angustia se transforma en un amor profundo por la humanidad.

Y así me quedo volviendo a escribir mis poemas; a releer esos libros que me transforman: “Regreso a la montaña”, “El zen del té”, “La novena revelación”; a escaparme en las bios de tantxs artistas que me inspiran como Tina Turner, Mercedes Sosa, Elton John, León Gieco, The Beatles, The Rolling Stones, Rod Stewart, Joaquín Sabina o los múltiples libros que hay de Charly García; a las páginas de tantxs autorxs que enmarcan nuestro andar constante: Cortázar, Ioshua, Galeano, Pizarnik, Alfonsina, Orozco, Gelman, Rimbaud, Vitelleschi, Spinetta, Saer, Borges; a desear que llegue mi primera clase de ukelele; a escuchar tantas discografías o las playlist que hice en Spotify sobre mis libros o de quienes soy fan (casi todas llevan detrás de los nombres “a full”, por si querés buscarlas), y ahí sí que me dejo ir, y pienso, repienso mucho más.

Pienso, primero, en el estigma que empiezan a cargar quienes son positivxs del coronavirus, esa tremenda necesidad de discriminar a quienes solo son víctimas, como el estigma que –créase– aún cae con tanta saña en quienes viven con VIH; pienso en el encierro de quienes están privadxs de la libertad y hacinadxs en pabellones y celdas; pienso en quienes no se animan a ser lo que deberían ser; pienso en quienes están más pendientes del “qué dirán” que de lo que quieren; pienso en los placares abiertos de tantas sonrisas nuevas y de tantas sombras que se esfumaron por esa luz al animarse a la visibilidad; pienso en la importancia del abrazo, del silencio, del escuchar, del aceptar las diferencias de quien es distintx; pienso en que aún podemos hacer un mejor mundo, un mejor país, una mejor ciudad, un mejor pueblo o barrio, una mejor cuadra. Desde este aislamiento, pienso en el arte como un gran recursero para “sobrevivir” a un encierro temporal: todo lo dicho y más: “los vivos” de IG son alegría para el alma; sentarme sobre una manta, pies descalzos, un sahumo de eucaliptus, laurel, acacia y álamo para quemar las malas vibras, la música de Enya, de Loreena McKennitt, de Kitaro para irme en una taza de un té de hierbas y en un mantra que cada quien deberá encontrar como lo encontré andando una calle salteña hace unos años. Porque ahí, en el arte, como el que mis compañerxs de Cultura transitan y revelan cada día, hay una energía que no puede detener un aislamiento. Por eso vienen a mí aquellos versos del adorado León Gieco: “La cultura es la sonrisa que brilla en todos lados… La cultura es la sonrisa para todas las edades… La cultura es la sonrisa que acaricia la canción… Solo tengo que invitarla para que venga a cantar un rato… Ay, ay, ay, que se va la vida, mas la cultura se queda aquí”.

El arte sana y salva. Desde el arte podemos hacernos alas al vuelo de las transformaciones. Y en esa transformación podemos pensar y repensarnos aún más. “El amor es la respuesta”, escribió y cantó John Lennon. Desde ahí, podemos transformarnos, como escribió y cantó Charly García con Serú Girán. Ahí me gusta repensarme. Pongo el tema, me sirvo otra copa, apago el faso para mañana, y me dejo ir en la “Transformación”: “Cada vez que trates de matar, quizás estés matando a quien te trata bien. Cada vez que quieras disfrazar, todos esos disfraces abrirán tu piel. Y cuando estés cansado de sangrar, ese vacío ya no te hará mal. / Volveré a abrir tu corazón, aunque pasen mil años te daré mi amor. Volveré a abrir tu corazón, aunque me desintegre en la transformación. Y cuando estés cansado de llorar, verás que ya no hay nada que cerrar. Volveré a abrir tu corazón”.


Diego Tedeschi Loisa





Mis compañerxs de la Secretaría de Cultura de la Federación Argentina LGBT+ (FALGBT+) me convocaron para que me inspire y cuente cómo llevo esta cuarentena desde el arte, a fines de marzo de 2020, que fue publicado en la sección "Crónicas y Reseñas" de la Secretaría, en la web de la FALGBT+.

Y como el arte sana y salva, a los "tres párrafos" que me pidieron, yo, como siempre, lo convertí en algo un poco más extenso.

Mucho más que dos

  Mucho más que dos Y si yo puedo abrir un camino, voy a hacerlo, voy a hacerlo, voy a hacerlo. Celeste Carballo En 1989, durante la emisión...