Carta de amor*
Hola:
¿Cómo
arrancar?, ¿por dónde arrancar?, para poder contarte que… –perdón, tuve que
servirme algo fuerte porque no es tan fácil despojarme de todo este sabor
intenso que me quema -como esos locotos que hacen sangrar los ojos de tanta
pasión- y que ya no puedo guardarme–. Sí, así es… ¡quema!
Fueron
tantas copas que evitaron que pronuncie la palabra perfecta, que no sabía si
tus oídos querían escuchar. Fueron tantas noches de ensoñamiento perpetuo, de
estrangular mis sentidos para apagarme en las cunas de Morfeo, de dar miles de
vueltas, y otra vuelta más, entre las sábanas empapadas de tanto sudor de amor.
Te
dejo escapar cada día un poco más porque al mirarte las palabras se endurecen,
me seco, me aturdo, bajo la vista aunque me enternece mirarte; la bajo también
porque tus ojos me queman. Ya sé que está bueno que alguien aún se sonroje,
como me dijiste aquella noche de aguas saborizadas a orillas del riacho aquel.
No supe qué hacer, mis manos fueron a la botella y la botella me besó, para que
mis labios no volvieran a sentir mi lengua rozarlos al mirar los tuyos
entrecerrarse para beber también, como escapándote de lo que ambos queríamos y
no iba a suceder.
Cuántas
vueltas más tuve que dar (tengo que dar) y siempre vuelvo al mismo lugar. Punto
cero. Estás en mí aunque no estés aquí. Estás aquí aunque no estés para
mí.
Se
me corta la respiración cuando te enfrento, cuando sé que sonreirás, cuando sé
me asusta pensar que quizás pueda ser otro día igual entre tus cruces. Para mí
no lo es. Nunca lo es. Sé que puedo fantasear y que aquellas utopías del “amor
perfecto”, del “para siempre”, se diluyen con los años. Pero también sé que
nuestros errores, de habernos marchitado en tóxicas vinculaciones, nos puede
hacer crecer. En mí lo fue. Lo que brota de tus labios parece indicarlo
también. No entiendo por qué no puedo despertarte para que te rindas a mis
brazos, al cobijo de mi cuerpo, al latir de mis besos, al color de la aventura.
Busco
algún verso en algún poema que pueda reflejar lo que mis palabras no saben pronunciar.
Recuerdo el libro de Dominique Salanz, el segundo, que me recomendaste aquella
tarde de mates en el parque, como si tu boca solo hablara para mí, como si el
resto de los chicos solo fueran como esas estatuas de aquel viaje que hiciste a
Grecia, desde donde me mandaste la mejor de tus fotos, a pesar de la poca
iluminación y del fuera de foco, porque pensaste de alguna manera en mí; como
cuando me nombraste Miradas de luna en aquella noche griega, a orillas
del Egeo, con tu cuerpo ávido de vino, y el mío, con destellos de tu luz, en
esa otra foto que te tomaste “para mí”, donde mar y luna se besaban al compás
de la canción que sonaba en mi celular.
Nos cruzamos una vez.
Una sola vez.
Tu mirada de luna quiso despertar mi
corazón.
Nunca supiste (no tenía por qué saberlo)
que ya estaba destinada a las sombras
donde no crece ya flor.
Cuando comencé a leerlo, sentí que el
“Poema XIII”, esos breves versos, resumían nuestra historia que aún no había
comenzado, que ¿iba a comenzar?
En este instante, como para entonarlo
todo, suena un violonchelo que detiene mis pensamientos porque la música hace
sentir. ¿Te acordás de aquella noche en la terraza de Pincen?, quedamos casi
enfrentados, porque era un único rincón donde el viento no cortaba la piel.
Fumamos esa tuca sin dejar de reírnos por el fiasco show que había improvisado
ese chico que creía –y te cito– “que ponerse un mantel como vestido y unas
pinturas en la cara podía ser la Vittar”. Sí, le faltaba un poco. “¡Bastante!”,
acentuaste y nos echamos a reír. Moría por besarte, solo la mirada de la luna
nos abrazaba, ¿nos empujaba? a hacerlo. Pero nos quedamos congelados,
robándonos miradas y dejando caer los ojos hacia el suelo. Y ese instante, tan
perfecto, nos dejó eternizados en las sombras de aquella pared, que por el
efecto de aquella intensa luna llena, se tocaban de verdad.
Hoy te pensé todo el día. Te pensé
demasiado porque tenía que elegir las mejores palabras para dejar de dar tantos
giros sin sentido. Tu primavera está en el mejor jardín de flores: colibríes
que endulzan las mañanas, abejas que danzan al compás de los besos del sol,
algunos grillos que no callan, tu luz que lo enciende todo. Yo atravieso un
otoño lento porque tiene sus días de verano a fuego y de primaveras sonrientes.
Pero frente al espejo sé que no me escondo para llorar. Sé que es tiempo de
atreverme a un poco más que perderme en tantas palabras donde las metáforas no
pueden ocultar el pentimento del camino que va.
Siento todo por vos. Siento que me ahogo
si no puedo decírtelo con mi voz. Esta carta es un anuncio de encuentro con el
riesgo de un “sin respuesta”, aunque no lo creo de vos. Jamás tuve miedo de
decir lo que sentía, mucho menos a alguien que deseo con tantas ganas,
infinitas, de compartirlo todo. ¿Será que podré atreverme? ¿Por qué escribo
estas líneas? ¿Para que estés debidamente informado? ¿Para que puedas decirme
que “no” desde otro mensaje? ¡Qué difícil es desnudar nuestros deseos! Sé que
sos de esas rocas que no las derrite ni el tiempo ni la erosión de los vientos.
Desde tu sombra, te quedás resplandeciendo para no sangrar. Elegiste el
silencio como mirada constante, pero quiero sentir tu voz en mí, quiero las
caricias de tus susurros, quiero el aliento de tus dedos al rozarme, necesito
abrazar tu lengua para que nos dejemos ir como el agua cae en cataratas para
luego descansar en el remanso de un río.
Estoy listo para dar ese paso. Entender
que es real, que puede asustarnos por un rato nomás. Necesito decirte muchas
noches y todas las mañanas ese mantra que he pronunciado pocas veces, pero que
espera por vos: “Te amo. Te amo. Te amo. Te amo. Te amo. Te amo. Te amo. Te
amo. Te amo. Te amo”.
No veo mariposas danzando en mi panza ni
pajaritos en torno a mi cabeza. Esa sensación es un poco más abstracta, y es
tan intensa, tan perfecta, que me da tanto miedo de que se haga real (qué
contradicción, ¿no?), de que tenga que cambiar tantas cosas sin tener que
cambiar nada, porque sé que amás la libertad tanto como es respiración
constante para mí. Y la vida está hecha de aventuras, de esos mágicos caminos
que nos da la libertad para ir en cualquier dirección, siempre hacia un
horizonte que nos envuelva en aquello que llamamos “felicidad”. Y ya sé que “la
vida son dos días, y uno llueve”, y ya sé que “la felicidad es como un relámpago
en medio de una tormenta”, y ya sé que sé tantas cosas que te escuché decir en
tantas madrugadas de mates en la estación, apoyados sobre el vagón oxidado
mientras tu dulce voz hablaba de Angkor Wat, de la serie Versace y de la
Mona Lisa con la misma pasión con la que cebabas esos amargos del cielo o me
impulsabas a dejar el pueblo para “que encuentres la felicidad”.
Sé que esta carta es definitiva de muchas
cosas. Si bien son muchas vueltas a lo mismo que luego tendré que pronunciarte
en vivo, para mirar tus ojos y esperar que tus labios también repitan el mismo
mantra, hasta que nos fusionemos en un extenso beso, sé que si nada de eso
ocurre, la utopía dará paso a lo real que, en definitiva, como esta carta, es
lo que existe, es lo que está.
¿Por qué adelanto tantas cosas? Porque
creo que es mi modo de alfombrar con rosas el camino hacia tu ser porque
necesito enfrentarte, necesito decirte todo, necesito que quieras ir conmigo a
buscar esa felicidad. Rosario está cerca, Buenos Aires nos guiña, Córdoba seduce
con tanta alegría. Sabemos que no hay futuro aquí. Sabemos que el placar nos
abriga en ensueños, pero no nos deja respirar. Sabemos que aquí seremos
morlocks eternos o eloi del agrado constante. Y nada más. ¿Querés eso? ¿Quiero
eso? ¡No! Sabemos que no. Por eso necesito abrir la puerta para empezar a
caminar. Dejar de huir a la verdad. Dejar de huir al qué dirán. Dejar de huir a
la pasión si es lo que nos ha enganchado tanto tiempo, la que nos hizo darnos
cuenta que al bajar los ojos, estábamos diciendo todo.
Recuerdo cuando vimos Rita y nos
echamos a reír cuando Jeppe espera al vecino tanto tiempo para decirle solo
“Hola”. Nos reímos tanto. Y dijimos lo mismo: “¿Por qué tanta vergüenza de
decir lo que siente?”. Y nos quedamos estáticos mirándonos unos segundos, que
parecieron horas, hasta que los dos bajamos la mirada. Sabíamos todo y seguimos
como si nada.
Amor, eso es lo que representás para mí.
Ese jugo que nos da la vida para degustar, como esas naranjas tan perfectas que
llevo a mi boca cada mañana. Por eso te digo “Amor”, porque ya es tiempo de que
digamos las palabras como suenan de verdad.
Estas líneas te estarán esperando detrás
de la puerta cuando llegues y…
Acabo de recibir un mensaje tuyo para que
nos veamos esta tarde, que necesitás decirme algo muy importante.
¡Ufffff!
Bueno, creo que fui lo más sincero, y
quizás estemos en sintonía. Y si no lo es, será como el poema de Dominique, “La
sal del tiempo”, ¿te acordás?
Cuando sientas que atraviesas las miradas
para llegar donde no es,
no huyas del camino,
no seas un mendigo del amor.
Atraviesa puentes, campos, mares, ríos,
deja que la sal del tiempo condimente tu
pasión,
y encuentra la mirada que se cruza con la
tuya.
Fer,
te veo a la tarde en la plaza.
Con
inmenso Amor,
Martín
Vedia, 20/07/20
Diego Tedeschi Loisa