miércoles, 18 de diciembre de 2024

Dibu (a las 14.42.22)





Bilardo había dicho, en muchas oportunidades, que un equipo que venía con racha ganadora podía tener un traspié en una final si la mañana del partido decisivo sus jugadores se levantaban con flojera, con dudas. Mal. Y que un equipo con menos posibilidades tenía la gran oportunidad de ser campeón si sus jugadores se levantaban distintos, con alegría. Bien.

“Es caprichoso el azar” ha cantado Serrat; aquello que “ocurre en discordancia con las causas que debieran producirlo”, como ha pregonado Aristóteles. Eso tan natural que prefiero llamar “causalidad”, a partir de una sincronicidad de las cosas. Ese “cuando los planetas se alinean” que tanto se repite. “Yo estaba donde no tenía que estar, y pasaste tú como sin querer pasar, pero prendió el azar semáforos carmín, detuvo el autobús y el aguacero hasta que me miraste tú” derrama en la canción el juglar de Cataluña. Es tan caprichoso que logró que por un mundial de fútbol las familias, las amistades y compas volvieran a juntarse para ver y para disfrutar (y por qué no para sufrir) las instancias decisivas de un torneo que Argentina no ganaba desde 1986; aquel mundial que vio brillar a Maradona, con sus históricos goles a los ingleses.


Esta final, en diciembre de 2022, logró que la grieta, que venía desde (me atrevo a decir) 2008, y que se había acentuado luego del 10 de diciembre de 2012, con desazón en la población, y la caída de los salarios, de las oportunidades, de un crecimiento, desde que en 2016 o 2017, la realidad se puso cada vez más turbia, y las familias, las amistades y compas empezaron a agrietar sus vínculos por estar en una o en la otra vereda de los pensamientos y de los sentimientos, respecto de quienes dirigían el país, parecía volver a unir todo lo que se había agrietado mal. Para bien.


Tito repetía que el peronismo había gobernado la provincia de Buenos Aires, desde el advenimiento de la democracia, a excepción de los cuatro años que lo hizo Cambiemos. Y no entendía, repetía, cómo un partido que hablaba de igualdad de derechos y de justicia social, no había resuelto, “¡en treinta y dos años!”, un sistema cloacal, con agua potable, con seguridad plena, con iluminación en todos lados, con pavimentación en ciudades del conurbano donde una tenue lluvia hace germinar, en un soplo de vida, un lodazal por el que se hace hartamente dificultoso transitar para ir al trabajo o a estudiar. Treinta y dos años, y solo planes para garantizar cuestiones elementales (que no es poco), pero no mucho más. Luisa le repetía, hasta que dejaron de verse en las reuniones familiares, que se habían  creado universidades, que se habían logrado derechos de igualdad, que el Estado estaba presente en cada lugar, que había un Estado sensible. Y Ale insistía, en su grupo de wasap, donde estaba Luisa, que como mujer trans tenía la posibilidad de tener un documento que reflejaba su identidad autopercibida, pero que las posibilidades de encontrar un trabajo estable, como el resto de la población, nunca se daban. Y entonces, Mariela, en sus redes, decía que la presidenta era una chorra (a pesar de que hacía siete años que no era presidenta), sin argumentos, sin espíritu crítico; simplemente porque tenía la TV encendida todo el día, y todo lo que se repetía durante la jornada iba calando hondo en su sien; terminaba creyendo que eran sus propias opiniones y sus propios deseos. Y Emi gritaba que el grupo en el que estaba, en su barrio popular, lo obligaba a ir a las marchas, y que si no lo hacía se quedaba sin su plan, o tenía que pagar a quien fuera en su lugar. Y lo amenazaba un grupo de izquierda, popular. Y Marce, que siempre que la derecha gobernaba, el ajuste lo pagaba el pueblo; nunca los que tenían más riqueza. Entonces, la grieta se potenciaba, y ya no era River-Boca o Soda-Redondos, era algo que latía furioso y que tampoco mejoraría con la pandemia, ni cuando se liberó el aislamiento obligatorio que tuvimos desde marzo de 2020. Pero había un nuevo mundial de fútbol. Eso sí.


Argentina era uno de los equipos candidatos al título. Venía de lograr la Copa América en 2021 y la Finalissima, unos meses antes de Catar. Y estaba “Lio”, Leonel Messi, que tendría una nueva oportunidad de mostrarse al mundo como la figura que era. Y no estaba más Diego, que había partido del mundo de los vivos, para entrar en el campo de juego de las estrellas del cosmos, con Distéfano, Cruyff, Pelé, Garrincha… Y entonces, como había pasado en el de Argentina, en 1978, el pueblo se unía para apoyar a la Selección, para alentar (a pesar de la dictadura genocida que gobernaba; a pesar de los secuestros y de las desapariciones); lo mismo que había pasado cuando en México 86 la Selección fue escalando posiciones hasta ser considerada (a pesar de tantas críticas, que cuestionaban a Maradona y pedían la cabeza de Bilardo, meses antes) con posibilidades de llegar a la final (que finalmente ganaría ante Alemania). Ahora era Lio, otra vez (que también había sido altamente cuestionado), quien tenía grandes chances de llevarnos a la gloria, acompañado por un plantel de potentes jugadores, con el liderazgo del amado y nunca vencido Ángel Di María, que comandaba otro Lio, Scaloni.     


A diferencia de aquellas copas mundiales, donde Argentina lograría el campeonato, el debut ante Arabia Saudita fue trágico. Era un partido de fútbol, pero la tragedia se viste de muerte en una derrota en un debut mundialista. Y mucho más en un país como Argentina. Sin embargo, no hubo grieta en la gente. Había esperanza y había un equipo que había conquistado dos copas y que tenía a Lio. Y a pesar de tanta grieta, el fútbol comenzaba, con los triunfos que vendrían en los siguientes partidos, a acercarnos mucho más. Entonces Tito y Luisa volvían a juntarse para ver los octavos, invitaban a Emi, a Ale, a Mariela y a Marce para ver los cuartos y la semi. Y las charlas en la carnicería, en la panadería, en la oficina, en una cola, en la facultad, volvían a unir al pueblo en un solo grito: “Vamos, vamos Argentina. Vamos, vamos a ganar”. 

 

El domingo 18 de diciembre de 2022, a las 14 horas, 42 minutos y 22 segundos, el mundo se detuvo. Recuerdo aquella película que refleja la historia de la transmisión radial de Orson Welles, la noche de Halloween de 1938, que aquí se conoció como “El día que se sembró el pánico en Nueva York” (o por lo menos así la recuerdo), que generó terror en la población ante una invasión extraterrestre. La transmisión más famosa de la historia fueron sesenta minutos de una recreación de la novela La guerra de los mundos. El poder de los medios siempre es letal: generó desbordes, paranoia, angustia, desolación. Aquí, desde Maimará hasta Tolhuin; desde Guasayán hasta Chimbas; desde Huiliches hasta Ubajay; desde Clorinda hasta San Martín, Morón, Santa Brígida y Barracas, Barrio Norte, Caballito Ciudad Evita, la villa 31, la 1.11.14  y Mataderos, a esa hora, se paralizaron los corazones y algunos subieron hasta la boca, la respiración se ralentizó, se secaron las gargantas, muchas manos cubrieron sus rostros, otras se tomaron de la cabeza, el silencio abrazó todo el territorio, alguien -al ver el reloj en tiempo extra y conocer sobre las especulaciones que los equipos suelen hacer para asegurarse una definición en tiempo suplementario o en una definición por penales- aprovechó para ir al baño a derramar toda el agua, el mate, el fernet, la cerveza o el vino que lo acompañó durante esos quince minutos finales de tensiones y de ahogamientos. Solo un grito estrepitoso de los relatores de la radio y de la televisión quebró la aparente paz reinante, con un unísono: “¡Dibuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu!”.   





En 1978, el estadio de River tuvo dos instantes de silencio sepulcral, aquel frío 25 de junio. El primero fue al final del primer tiempo de la final ante Países Bajos. El Pato Fillol le tapó con toda su inmensidad el gol al delantero Resenbrink; al final del segundo tiempo, cuando el reloj marcaba 45:15, el mismo jugador estrelló la pelota en el palo derecho de Fillol; un minuto exacto después, terminó el partido. Hubo tiempo suplementario y todo ya fue historia: primera copa mundial para una Selección Argentina. Ahora, a las 14 h, 42’, 22’’ (si sumamos estos números da 78; si vemos el gol de Enzo Fernández a México, en el partido decisivo de la etapa clasificatoria de Catar, fue a los 86’; ¡es caprichoso el azar!), el mundo se paralizó porque no era el final ni del primer tiempo ni de la segunda etapa. Era el tercer minuto extra que se jugaba del segundo tiempo del suplementario: 122 minutos con 40 segundos del partido final ante Francia. Como escribió alguien: “No existe en el planeta un director de cine que pueda plasmar en imágenes esa escena que a punto estuvo de ser macabra”. Sin embargo, instantes después, habrá un contragolpe argentino: recibirá por la derecha Montiel (el mismo que con su pie derecho le dará el triunfo en los penales a la Selección), quien le tirará un centro a uno de los goleadores, Lautaro (el otro es Julián, que le hizo un tremendo gol a Croacia, en semis, arrastrando todo a su paso, como el segundo de Kempes a la entonces denominada “Holanda”, en la final del Mundial 78), quien dentro del área y solo frente al arco intentará cambiar el palo del destino con un cabezazo que termina mal. La pelota saldrá, habrá un efímero ataque molesto de Mbappé (eludirá a tres jugadores —a dos dentro del área, que evitarán rozarlo— hasta que Dybala —que está muy lejos— activará su giratiempo y derramará la pelota hacia afuera); todo esto segundos después del momento que la Argentina se paralizó; segundos antes de la pitada final.

Randal Kolo Muani, quien en la definición por penales anotaría su tiro (el cuarto penal, previo al último de Argentina), había tenido la gran oportunidad de eclipsar el festejo argentino; ese sueño de vida que tiene todo jugador de darle a su Selección, con su gol, el festejo de un título mundial; la posibilidad de distraer, incluso, que se hablara de Messi o de Mbappé. De ese Mbappé campeón del mundo 2018, estrella, autor de los tres goles de esta final, con los que Francia había logrado empatar, luego de un comienzo demoledor de la Selección nacional, y además autor del gol en el primer penal de la definición. Pero Muani no pudo ser la estrella del partido que todos cubrieran en una gran pila humana de festejo de gol, o al que levantaran en andas para que saludara a un estadio que estaría glorioso de sacudir banderas rojas, blancas y azules. Muani había desperdiciado esa gran oportunidad, quizás la mejor de su vida como jugador, a las 14:42:22 (hora de nuestro país). A esa hora exactamente (y un segundo después también), la grieta directamente se esfumó, como los globitos que provocan las gotas de lluvia en las baldosas. Hubo un instante, que fue milimétrico, que condensó ahogo, manos a la cara, a la cabeza, dolor en el pecho, un cierre de ojos, una mirada hacia la nada. Los fantasmas de Italia 90 y de Brasil 14, las desgracias de EE.UU. 94 y de Alemania 10 se hicieron piel. Había despejado Otamendi y el francés Konate controló la pelota en el medio del campo. La tiró de nuevo a la olla crepitante del ataque galo, mientras el defensor volvía. El balón pasaría sobre él y se iría abriendo hacia los pies de Muani. Si Dibu sale, se la tira por arriba. Si se queda muy atrás, el delantero la controla y le revienta el arco. Muani, en ese microsegundo, casi 22, provoca que el banco de suplentes de Francia se precipite, como en cámara lenta, hacia el campo (como habían hecho al festejar el 2 a 2). Alrededor de ocho jugadores hacen entre uno y dos metros, pero a las 14.42.22, solo se quedan, con el resto, tomándose la cabeza (“Nace una flor, todos los días sale el sol”, pero no será para Francia) porque en esa ráfaga de microsegundo, Dibu decide quedarse a término medio, parado, para que su tentáculo izquierdo inferior sea la barrera definitiva. “No quieran saber, no le pregunten a nadie” salió de mi voz sin sonido, a lo Víctor Hugo. Ese instante abrió otra vez el flujo de oxígeno en las mentes y echó a andar la sangre por cada recoveco de los cuerpos. A las 14 horas, 42 minutos, 23 segundos, con un grito de ahogo a lo Joe Cocker, en el final de “With a little help from my friends”, luego de que el pibe de Mar del Plata, con la casaca verde 23 que, según dicen que dijo, jugaba al hándbol de niño (lo que justificaría, de alguna manera racional, semejante tapada), extendió piernas y brazos (como aquel Fillol del 78), en esos 22 segundos de los 42 minutos de esas 14 horas, y dibujó nuevamente, un segundo después (como lo haría al atajar dos penales en la definición posterior), las sonrisas y los gritos de felicidad, y más ahogos a lo Cocker, que se volvieron abrazos, gritos y festejos celestes y blancos ganando las calles, en quienes nos dejamos ir en otro aliento mundialista sin grietas -por ese día- para levantar la tercera copa mundial con la Selección. 







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