De un Diego a otro Diego*
Yo ya no existo sin pasado,
entre la oscuridad y la luz.
Yo sé que existo en otro lado…
Charly García & Claudio Gabis
“Maradona Blues” - 1994
Otro domingo de 1976, almuerzo familiar, la previa y el post en El Balón,
de avenida Gaona y Bolivia. Mi hermano y yo, flan con dulce de leche y
frutillas con azúcar, respectivamente, y con panchos en pan de pebete y esas
salchichas tipo alemanas, a la tarde. Mi papá y sus amigos –”compañeros”, se llaman a sí mismos– conversan sobre movidas que, entendería
muchos años después, tienen que ver con panfletos militantes que van a arrojar
en algunos lugares (desde algún auto por la noche); nombran a otros compañeros
que se han escapado o que parece que han “chupado” (aunque esto será ya tirando
a 1977-1978). Empiezo a entender (temer) sobre (a) los Falcon verdes y de que
en la escuela no tenemos que contar nada de lo que se hable en casa; el
permitido que me doy (junto con mis compañeritos) es cuando Domínguez, el don
Efraín de la 24, se asoma en el aula y nos hace “la V” con sus dedos índice y
mayor en alto. Todos respondemos igual, sin emitir una palabra y con enormes
sonrisas cómplices.
Como cada domingo que juega el Bicho de local, nosotros vamos temprano
siempre: nos gusta mirar cómo la hinchada se va juntando sobre Juan Agustín
García, cómo hacen sonar los bombos y los platillos (para la gran campaña del
79, se sumará el bombo peronista y el citroën de mi papá, como escoltas de las
caravanas de festejo a (y desde) las canchas visitantes, mientras escucho que
un compañero de mi papá cuenta que pudo escaparse por los techos de no sé
donde, porque había llegado “la pesada”: el grupo de tareas, los servicios –militares y policías–, que secuestraban personas (luego sabría
que torturaban, mataban, desaparecían esos cuerpos: en 2005 escribí, para un
libro de Las Madres –justo en el momento que el Equipo de Antropología Forense identificaba a
los cuerpos de Azucena Villaflor, Esther Ballestrino y María Ponce, hallados en
un cementerio de General Lavalle–, un relato sobre una experiencia que tuve en la playa de Santa Teresita a
fines de los 70). Recuerdo a muchos de los amigos de mi papá porque siempre
venían a casa a compartir asados y a despedir a compañeros que debían exiliarse
con suma urgencia. Con ellos, que con los años se convirtieron en “tíos”,
también íbamos a ver a Argentinos Juniors. Siempre nos cruzábamos con el tío
Fito, que era padrino de Manzana, mi hermano, y en los entretiempos siempre nos
compraba una coca (bebida prohibida en casa; por razones de salud, claro está)
y hamburguesas (esas que en la cancha son mucho más ricas que las que
descubriría mil años después en los fast-foods). Estaban “los de la
hinchada”, amigos de la infancia de mi papá –había vivido en La Paternal hasta
que se casó con mi mamá y se establecieron en Caballito–, quienes siempre le
pasaban varias entradas. Después, la hinchada irrumpía casi cuando faltaban
entre quince y diez minutos para que salieran los equipos al campo, al grito de
“El Tifón de Boyacá”.
Como íbamos temprano, con Manzana nos poníamos detrás del arco que daba a
la cabecera de la hinchada local, que en algún momento ocuparían Munutti o
Quintabani; muchas veces, el tío Fito nos llevaba a la platea, sobre la calle
Boyacá, para que estuviéramos más cómodos, especialmente en el 79, porque el
estadio explotaba de gente que iba a ver al gran equipo de Argentinos Juniors.
Me fascinaba mirar los árboles sobre la calle San Blas, ya que no había tribuna
allí, a los que se subían los pibes a ver los partidos, y estaban a la espera
de que cayera alguna pelota, por algún despeje o tiro bastante desviado, para
volver a tirarla hacia adentro o para escaparse con ese preciado "tesoro",
que era el mismo que buscábamos con mis amiguitos en la cancha de Ferro: la que
no se mancha, a pesar del barro, del pasto, de las pegadas.
Ya habíamos visto a ese pibe hacer jueguito en el medio de la cancha, y lo
disfrutábamos (aún sin entender mucho de fútbol) cuando jugaba en la reserva,
pero se rumoreaba que ese domingo debutaría en primera. Yo había descubierto a
Talleres de Córdoba y me fascinaba el juego que tenía y la alegría de su
hinchada en cada partido. Aquel domingo de octubre, simpatizantes de la T
habían llenado toda la larga tribuna que daba a la calle Gavilán. No paraban de
tocar bombos, trompetas, matracas, y alentar a uno de los equipos que haría
historia en el fútbol nacional: de hecho, la base de aquel equipo jugaría en la
selección argentina de Menotti, previo al Mundial 78 (tres de ellos integrarían
el equipo campeón).
Ese 20 de octubre, con quince años, a diez días de cumplir 16, Diego
Armando Maradona debutó en el Tifón de La Paternal.
Me acuerdo de Munutti al arco; de Roma, Carrizo, Pellerano, Gette y Minuti
(uno seguro estaba en el banco); del gran Carlitos Fren, del avión López, del
goleador Bartolo Álvarez, de Ovelar, del Turco Hallar. En Talleres, del Hacha
Ludueña, que hizo el único gol en el arco donde estábamos –detrás, contra el
alambrado– mi hermano y yo mirando; de Valencia, Galván, Oviedo, Bravo,
Quiroga; jugadores que harían historia en nuestro fútbol. Pero todos los ojos
estaban puestos en el banco de suplentes. Allí, el DT Montes llamó al jugador
con el número 16 en la espalda para que precalentara. Talleres arrazaba y
Argentinos luchaba por no descender de categoría (aunque el torneo Nacional no
tenía descensos, porque sumaba a equipos de las ligas provinciales, en un
torneo corto y federal). Así que el pibe con el 16, que venía de jugar en un
equipo de chicos, llamado Cebollitas, debutaba en la primera de Argentinos, con
mucho entusiasmo y con tanta irreverencia que al toque le tiró un caño a uno de
la T. Esa hermosa tarde de fútbol, Diego Armando Maradona nos traería sol pleno
–durante muchos años– a un país que estaría sumido en el gris de la represión,
de las persecuciones, de las desapariciones, de la tristeza, por casi siete
años.
Yo era un nene, así que disfrutaba ver al Diego romperla cada quince días y
en algunos partidos de visitante: en Vélez, en Ferro, en Huracán (recuerdo
cuando le hizo a Borzi, a Carrascosa y a Fanesi lo que les haría años después
al Pato Fillol y a Tarantini), en Atlanta, en mi querido Viejo Gasómetro de mi
amado San Lorenzo (por suerte siempre le ganábamos: el Gringo Scotta jamás me
defraudaba; y era la única vez que no me quedaba en la hinchada del Bichito,
porque el gran estadio del Ciclón tenía un sector para niñxs al pie de la
tribuna visitante. Allí, yo gritaba siempre los goles del Cuervo).
Meses después, en febrero de 1977, mi hermano prefirió ir al Italpark con
mi tía y mi prima; yo, aunque estaba retentado, entendía que verlo debutar con
la albiceleste sería único e irrepetible. Así que papá sacó platea (allá en lo
alto de la cancha de Boca; supongo que como estaba acostumbrado a ver estrenos
en el Colón desde el gallinero –mi papá trabajaba allí– no era tan complicado,
y además tenía una vista de águila), y fuimos (me puse la camiseta de la
selección que me había regalado mi mamá, y mi papá me compró un gorro; además
de hacerme muchas fotos, que aún conservo). Esa tarde, Argentina le ganaba a
Hungría 6 a 0, atajaba el Loco Gatti y Maradona cedía pases-gol, y nada
importaba si no había anotado. Argentina iniciaba una maratón de partidos con
vistas al Mundial 78, que se jugaría en nuestro país de “Derechos y Humanos”,
según la Dictadura gobernante, y sus cómplices secuaces, cuando se sabía muy
bien que la libertad estaba enjaulada y los derechos, enterrados. Un año
después, Menotti dio la lista y Diego sintió que le cortaban las piernas por
primera vez: el DT lo dejó afuera del Mundial; acto que redimiría en 1979
cuando lo llevó al Mundial Juvenil de Japón, donde la rompió y pudo festejar
con el título de campeón.
Maradona son imágenes constantes en la cancha, en las canchas: lo recuerdo
en aquella definición, en cancha de Ferro, ante Vélez, sentado a mi lado en la
platea (yo coladísimo con mis amiguitos del barrio estaba, en realidad, sentado
a un par de butacas de él), cuando el Bicho perdió 4 a 0 y, por estar
expulsado, Diego no pudo jugar esa semifinal; también en aquel partido por un
aniversario de Argentinos, donde jugó con Bochini (su ídolo), con Gatti y con
Quique Wolf, en cancha de Vélez, antes de irse a Japón; como hacíamos siempre
en Ferro (yo iba los domingos, que no iba a La Paternal, a ver al Verdolaga) y
saltábamos al campo para pedirles alguna canillera de regalo a algún jugador,
esa noche en Vélez salté y Diego fue muy gentil al saludarme, cuando terminó el
partido amistoso contra Talleres (donde jugaban figuras como Tarantini, Oviedo,
Bravo, Valencia, Reinaldi, Ludueña): partido distendido que terminó con un 5 a
4 para el Bicho, pero lo que importaron fueron las paredes entre el Bocha y el
Pelusa, que volverían a jugar juntos en 1986 cuando Argentina participara de la
Copa Mundial de Fútbol en México, donde haría esos dos goles históricos y
Argentina se consagraría campeón.
Aquellos sueños de gambeta (que jamás pude hacer en una cancha, pero que
siempre pudieron hacer mi hermano y alguno de mis amigos de infancia) fueron mi
alegría en los pies del Diego. Cuando vino de Japón, mi papá nos llevó a
recibirlos –no recuerdo a dónde– y nos sacamos una foto delante de una
gigantografía, que había en una camioneta, con una caricatura de Diego, vestido
con la de la selección y con un chupete.
Ir a la cancha era un ritual para mi hermano y para mí. No sé cuáles serán
sus sensaciones, aunque recuerdo la alegría que nos daba ir a ver al Bicho, a
Ferro, al Ciclón. Sí puedo afirmar que el Diego era algo difícil de describir
para él, tanto que a su hijo le puso Diego por mí y “también por el Diego”;
recuerdo su gesto al decírmelo.
Verlo a Diego en el campo era (visto desde mi perspectiva actual) como
sentir a David Gilmour puntear en “Shine on you crazy diamond”, a Eric Clapton
descollar en “River of tears”, o a John Anthony Helliwell en cualquier solo de
Supertramp. Ese gol a los ingleses, el de “La Mano de Dios”, fue el placer que
me da leer “Milonga de un soldado”, “Poema conjetural”, “Quiroga va en coche al
muere” de Borges; y el otro gol, “El Gol del Siglo”, es dejarme atrapar en
algún relato de Karen Blixen o en un cuento de Cortázar; en algún poema de
Alfonsina Storni, de Olga Orozco, de Alejandra Pizarnik, de Dominique Salanz, o
en un texto de Galeano o de Walsh.
Le vi hacer cosas en Argentinos solo comparables con alguna composición de
Charly García, o con esos tangos de Gardel-Lepera; de Manzi, de Discépolo, de
Piazzolla, o con el impacto que me dio ver el cuadro de Delacroix de “La
Libertad guiando al Pueblo”, o cualquiera de Da Vinci, o con ese vino
compartido a orillas del Maas, o con la inmensidad del mar, o con aquel
beso que aún permanece en mí.
Imagino en cámara lenta a Maradona esquivando ingleses y en vez del relato
de Víctor Hugo escucho en mi cabeza la parte del final de “El lago de los
cisnes”, como desde el palco del Colón el día del estreno. Vi un rayo alumbrar
un estadio a pleno sol cuando desde ese ángulo impensable la clavaba en ese
otro ángulo impensable, y no era una o dos veces, sino tantas. Y me reía mucho
cuando hacía arrastrarse a defensores y a arqueros, al estilo “Olé” del torero
al toro, con su capa roja (aquí su camiseta roja), y encendía los ojos de
cualquier simpatizante que estuviera viendo.
Luego, pasarían Boca, Barcelona, el olvidable debut en el Mundial 82,
Nápoles, los históricos mundiales del 86 y del 90, Sevilla, Newell’s, el deseo
de verlo con la del Ciclón (donde dijo alguna vez que le hubiera gustado
jugar), la frustración del 94 (la vez que de verdad le cortaron las piernas),
Maradona DT en equipos y en la Selección. Pero aquel Maradona en la cancha,
siempre tan brillante, tan lúcido con la redonda, tan extraterrestre, tan
barrilete cósmico, allí, en ese maravilloso campo de juego, en su alfombra roja
(verde), mágica, donde el genio podía hacer cualquier galantería, y donde tuve
de esas oportunidades únicas al estar en el lugar y tiempo correctos, para
verlo tan cerca entre 1976 y 1980, nunca se dormiría en mi arcón de los
recuerdos, esos mismos que afloran ahora al escribir (no alcanzarían las
páginas para seguir describiendo sus hazañas futboleras).
Como mi hermano jugaba baby-fútbol en el club Particulares, muchas veces
pude ver a los hermanos de Diego romperla (especialmente al Turco), y a sus
sobrinos, que jugaban donde él había jugado: el club Parque. Y como yo iba a
ver al Bicho, reconocía al toque la presencia de la Tota y de Don Diego, de sus
hermanas, de Claudia. Y algún día libre, Maradona se pasaba a ver algunos
partidos.
En algún momento de 1978, mi papá se compró una cámara de fotos instantánea
Kodak. En ese otoño, previo al Mundial, Maradona fue a ver un partido entre
Parque y Particulares. Los martes y jueves, mi hermano practicaba, y ese martes
16 de mayo había partido, quizás para recuperar los que se habían suspendido el
fin de semana por lluvia o tal vez algún amistoso. A veces, me quedaba solo en
casa, me compraba una de muzzarella con fainá fría, una fanta naranja, y me
perdía en la música. Ese martes frío, que no fui, fue Maradona, que ya pintaba
figura internacional. Mi papá le pidió si posaba para una foto con Manzana –que tiempo después jugaría con su hermano
y con alguno de sus sobrinos–; Diego dijo que sí, y esa instantánea, que pudieron ver en el momento,
quedó para siempre grabada en mi memoria (en estos días me las mandaron mi
hermano, desde Puerto Sagunto, y mi mamá). Pero mi papá estuvo rápido y le
pidió un autógrafo para mi hermano y para mí. A Ed le puso algo sencillo.
Supongo que porque ya tenía el mayor tesoro: una foto con él. A mí me regaló
algo que aún conservo del mejor jugador de fútbol que vi en mi vida: sabía con
los pies, tenía una energía increíble, iba al frente, colaboraba con el equipo
(miren los últimos minutos de la final con Alemania en México), jugaba con el
tobillo hinchado y negro (le dio el pase-gol decisivo a Caniggia ante Brasil, y
comandó al equipo ante los tremendos Italia y Alemania, en las semifinal y
final del 90), se enojaba, protestaba, era solidario con cualquier rival, se
ponía el equipo al hombro, y era un ser de otro planeta con la pelota en los
pies: pienso en las palabras de Valdano cuando Diego le dijo que mientras
eludía a los ingleses, en el 86, antes de hacer el mejor gol de la historia (el
brasileño Silas le hizo uno igual a River, jugando para San Lorenzo, en el
Monumental..., pero no era Diego) lo veía para pasarle la pelota, pero sentía
que no le daba el tiempo más que para resolverlo como lo hizo. El tipo eludía
ingleses y veía que estaba su compañero en una excelente posición para recibir
y para anotar, pero la velocidad que llevaba y las guadañas que le tiraban
hicieron que lo definiera como lo hizo.
¡Ah, sí!, a mí me regaló su estampa, con letra imprenta clara:
PARA DIEGO
CON CARIÑO
DE UN AMIGO
EL OTRO DIEGO
Su firma, debajo; “MARADONA” como aclaración, y el 10 entre paréntesis:
(10).
Diego Tedeschi Loisa
* A fines de diciembre de 2020, se presentó Pelusa, un libro homenaje a Diego Maradona, edición e-book de En el Jardín de la Casa de Román, coordinado por Hernán Casabella y Jorge Hardmeier.
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